El domingo 25 de octubre el MoMA inaugura una muestra retrospectiva del artista uruguayo con 190 obras, entre las cuales se encuentran pinturas, juguetes, dibujos, esculturas y manuscritos
Hace dos semanas la galería Cecilia de Torres inauguró "The south was their north: Artists of the Torres García workshop", donde exhibe obras de Torres García y sus discípulos de la Asociación de Arte Constructivo y el Taller Torres García, una etapa de la vida del artista que no está representada en el MoMA.
"En esta exposición quise mostrar un aspecto de la vida de Torres García, de sus ideas y lo que era importante para él, que fue el taller. Le dedicó 15 años de su vida a crear estos grupos", explica de Torres. Con el objetivo de demostrar que el universalismo constructivo trascendía al movimiento artístico y era más cercano a un modo de vida, la exposición contiene pinturas y esculturas, pero también objetos como valijas, una caja de pinturas, muebles y una reja. Las obras datan desde la década de 1930 a 1980. Por eso, esta exhibición resulta como una suerte de continuación de la del MoMA.
Joaquín Torres García estaba insatisfecho. Ninguna de las vanguardias del siglo XX lo convencía por completo. Por eso se embarcó en la creación de su propia manera de representar pictóricamente al mundo. Esto es el universalismo constructivo o, como le llama Cecilia Buzio de Torres, el cuarto gran movimiento artístico del siglo XX.
Cecilia de Torres es una de las responsables de difundir la obra de Torres García y de muchos de sus discípulos constructivistas en la galería neoyorquina que lleva su nombre. El vínculo con el arte de esta uruguaya radicada en Estados Unidos comenzó en su adolescencia en Montevideo, cuando estudió dibujo y pintura con José Gurvich. Fue allí donde conoció a Horacio Torres, hijo menor de Joaquín, quien sería su esposo hasta su fallecimiento, en 1976.
Hoy, además de liderar su galería, es responsable de una larga serie de estudios sobre Torres García y su legado, y una voz a consultar a la hora de analizar la obra de quien fue su suegro.
"Creo que el aporte de Torres García al modernismo del siglo XX fue ir más allá del cubismo", explica la experta. "Cuando Torres García salió de su época neoclásica en 1917, ya hizo obra constructiva. Hay una serie de dibujos en los cuales el plano del papel está dividido en compartimentos y en cada uno colocó una figura. Esa figura tiene que ver con el mundo que nos rodea, desde la cabeza de una persona hasta un trozo de un reloj, un clavo a un pedazo de una casa".
Desde ese temprano 1917, el artista pasó por un proceso que lo orientó hacia la creación de su propio movimiento. "A los objetos, en vez de romperlos como hizo el cubismo, los representó de manera simbólica. En lugar de presentar una jarra con su volumen, sombra y color, lo representó de una manera esquemática o de acuerdo a lo que el objeto representa en nuestra mente y las asociaciones que nos trae, lo cual tiene que ver con el surrealismo. Y tomó la estructura del neoplasticismo, donde él colocó todos los símbolos", explica de Torres.
Al unir diferentes aspectos de estas tres vanguardias es que crea su universalismo constructivo. El objetivo era claro: representar el mundo físico y el espiritual. "Él veía que el surrealismo solo representaba el mundo de lo inconsciente, pero la manera en que las obras estaban pintadas no le gustaban, porque era de un naturalismo que no le satisfacía. Del cubismo le interesaba cómo había creado el mundo plástico, sin referencias con la realidad. Y del neoplasticismo admiraba esa pureza de la estructura", explica de Torres.
Además de inspirarse en los movimientos europeos, el universalismo constructivo, tiene una influencia americana. Desde principios del 1900, Torres García se interesó por el arte precolombino e indígena. Pero fue en 1936, en una exposición en Montevideo de tapices precolombinos, cuando comprendió su crucial importancia.
"Él concluye que este es un arte en el cual se respetaban y tenían en cuenta los mismos principios que él quería manifestar en su obra: la geometría, la vertical y la horizontal de los tejidos que marcaba un orden y la representación del mundo de una manera sintética y abstracta. Ahí es cuando él dice que nuestros precursores eran en realidad los incas y el arte de Tiahuanaco. Nosotros teníamos que tomar ese punto de partida. Es lo mismo que había hecho en Barcelona cuando tomó como punto de partida el arte clásico y mediterráneo. Era una lógica continuación de su idea: el arte debía de corresponder a la tierra donde el artista vivía", cuenta de Torres.
La integración de la inspiración precolombina se puede ver a lo largo y ancho de su obra, así como también en artículos escritos para la revista Círculo y Cuadrado, según cuenta De Torres. Cita por ejemplo uno de los cuadros que se exponen en su galería: "Formas entrelazadas en fondo rojo", de 1938 (ver imagen). "Tiene referencias a tapices, y hay una figura en el centro arriba que tiene unos ojitos triangulares que está tomada directamente de pumas de la cerámica nazca", explica.
Fue así cómo la obra de Torres García trascendió los límites del arte y se transformó en la iconografía popular del país. De Torres afirma: "Los uruguayos ya han asimilado el constructivismo como algo que los define".
Su obra favorita de Joaquín Torres García ha ido cambiando a lo largo de su vida. Pero si hoy le preguntás a la museóloga Jimena Perera, te responde: "La rosa". La pintura, en verdad, se llama "Forma abstracta en espiral modelada en blanco y negro". Pero en la familia tienen un apodo cariñoso para esta témpera pintada en 1938 por su bisabuelo.
La elección de Perera está a tono con el gran momento que está viviendo hoy el pintor uruguayo. Esta obra fue la elegida por el MoMA como la tapa del catálogo de la histórica muestra retrospectiva "Joaquín Torres-García: The Arcadian Modern". A pesar de estar a 24 horas de viajar a Nueva York para la inauguración, Perera no lo sabía. "Hasta tengo una foto con esa pintura", dice sorprendida por la coincidencia.
Perera tiene esta y otras fotos, pero ningún Torres García original. Tras la muerte del pintor, en 1949, su viuda, Manolita Piña y tres de sus cuatro hijos, Olimpia, Augusto e Ifigenia, crearon la fundación y el museo con la intención de preservar el legado artístico del constructivista y asegurar que su disfrute fuera de verdad universal.
Olimpia, Augusto y Horacio Torres se dedicaron con éxito al arte, un talento que todavía hoy, más de 140 años después del nacimiento del pintor, sigue corriendo por la familia. Por ejemplo, Olimpia Torres, quien se consagró como dibujante, tuvo de hija a Eva Díaz, que fue ceramista y que, a su vez, dio a luz a Micaela Perera, que hoy ejerce como escultora.
Perera reconoce que, a diferencia de su hermana escultora, ella prefiere disfrutar antes que crear arte. Y eso no la hace sentirse menos Torres. En su opinión, lo que viene con su apellido es la sensibilidad. "Lo que más nos ha legado como familia es una percepción hacia las cosas más cotidianas. Siento que heredé una mirada más intuitiva y sensible", cuenta Perera que, con 51 años, pasó 24 años como directora del Museo Torres García y ahora es vicepresidenta de la fundación.
Pero la familia Torres no siempre fue así. Cuando a los 17 años el joven Joaquín le dijo a Don Joaquín, su padre, que quería ser pintor, el comerciante catalán le respondió: "¡Oh, no, eso no! Ese es oficio de vagos. Quiero que aprendas un verdadero oficio", cuenta el artista en la autobiografía "Historia de mi vida". Finalmente acordaron que si el chico conseguía ganarse la vida como artista antes del año, entonces el grande lo dejaría dedicarse a eso. Así fue.
"Como todo genio, tenía su genio", dice Perera, pero en seguida aclara que no era malhumorado, como algunos creen. Estaba convencido de su verdad y la defendía, explica. En su juventud, Torres García puede haber sufrido y hasta dudado de su futuro. Pero, cuando llegó a Montevideo en 1934, vitoreado por personalidades del ambiente artístico uruguayo y acosado por la prensa, ya era un mito viviente.
Para todo el mundo, Torres García es ese señor flaco, de barba y pelo blancos, con mirada severa e ideas inapelables. Para todos menos aquellos que, detrás del espiral, ven una rosa.
Lo que sucedió el 8 de julio de 1978 en Río de Janeiro sería hoy una catástrofe global. Sería portada en los medios de todo el mundo y en Uruguay obligaría varias destituciones y quizá, algún procesamiento. Pero, en ese entonces, era un accidente más, fruto de una época en el que los protocolos eran más laxos y las reglas, maleables. Aquella madrugada de hace 37 años, las llamas consumieron al Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro y las obras internacionales que albergaba, entre los cuales había murales y pinturas de Torres García.
"Eran tiempos diferentes y no se tomaban los recaudos que se toman ahora", lamenta el director del Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV), Enrique Aguerre, que recuerda la fecha como "la gran catástrofe del arte nacional", aunque reconoce que "pasaron estas cosas y mucho peores. Ha habido tragedias más grandes, robos importantes en museos como el MoMA, el Pompidou. Nadie se ha salvado".
Sin embargo, en esa fecha, por causas que nunca se lograron dilucidar, los descuidos y la falta de protocolos hicieron que el MNAV perdiera 17 obras del artista uruguayo dentro de las 73 que componían la muestra Torres-García, Construçao e Simbolos. Testimonios y datos de la época tornan esa remembranza más sombría, con detalles sobre irregularidades y negligencias edilicias que llevaron a que las obras de Torres García no estuviesen aseguradas y a que solo pudiesen retornar, de ese amplio acervo, una caja con trozos desmembrados de murales y un manojo de pinturas.
Por dura que fuese la moraleja, el aprendizaje vino luego, con los años, al ritmo de un cambio masivo en las reglas internacionales vinculadas al arte. "Siempre hubo protocolos, pero hace unos 20 o 25 años que son muy rigurosos. No hay forma de entablar préstamos entre dos museos hoy en día sin seguir los protocolos", señala Aguerre.
Actualmente la espontaneidad y fluidez creativa de los artistas es mediada por papeleos y formalidades. Se trata de reglas que amortiguan cualquier riesgo, pasos que no pueden ser aligerados ni evadidos, ni siquiera cuando el otro, el que pide, es el MoMA, uno de los museos de arte moderno más importantes del mundo.
Aguerre recorre los pasillos del museo que dirige y hace una pausa frente al espacio que ocupaban cinco pinturas de Torres García que ahora aguardan en la otra punta de América. Se trata de Arte Universal, Formas Abstractas y tres Pintura Constructiva, dos de las cuales nunca habían salido de Uruguay.
"La gente a veces piensa que sacamos los cuadros y los colgamos en la pared de otro museo. En realidad hay todo un trabajo detrás, que implica mucha gente, y en el que la confidencialidad es fundamental para que todo salga bien", señala Aguerre, sin revelar fechas específicas, horarios, montos de seguro ni números de vuelo en que viajan las pinturas. El director del MNAV protege a las obras incluso en la palabra.
El viaje, relata, comenzó casi un año antes de que las cinco obras fuesen desmontadas de sus clavos para comenzar un periplo que las llevará de Nueva York a Madrid, de Madrid a Málaga y de Málaga nuevamente a casa 17 meses después. En aquel primer momento, marcado por las conversaciones telefónicas y vaivenes de correos, esas no eran las pinturas elegidas por el curador del MoMA, Luis Enrique Pérez-Oramas, sino que las opciones eran amplias, marcadas por un guión curatorial a respetar.
Fue tras una visita personal de Pérez-Oramas a Uruguay en febrero de este año que la decisión tomó su forma actual. "Una cosa es ver una reproducción y otra es ver la obra misma. Sabiendo que él iba a venir y qué obras ya le interesaban, nuestro conservador preparó la instancia, se separaron las obras y se acordonó un lugar especial del museo para que el curador pudiera verlas tranquilo y hacer sus preguntas", cuenta Aguerre. El objetivo de esas interrogantes minuciosas y técnicas era asegurar que las pinturas, con cerca de 100 años de antigüedad, eran las indicadas. Capaces de viajar, sobrevivir y significar.
Hecha la elección, los meses transcurrieron plagados de pedidos formales, antecedentes elevados a autoridades, contratos para asegurar y documentos legales traducidos al inglés o al español sin dejar una letra ambigua. Las obras, por su parte, fueron fotografiadas desde cada ángulo, una lupa que también se colocó sobre el museo que pasó a albergarlas. "Cuántos pisos tiene la institución, dónde están los accesos, si tiene autorización de bomberos, cuánto tardan los bomberos en llegar, qué tipo de alarmas hay, si tiene empresa de seguridad, si hay policía, si la seguridad es de 24 horas, si existe sistema de videovigilancia", recita Aguerre, articulando una serie de requisitos que busca evitar los errores del pasado.
"Hemos negado préstamos a otras instituciones o eventos muy prestigiosos porque pensamos que no era adecuado que la obra viajara a determinado lugar o porque no era adecuado el estado en el que estaba la obra. Son decisiones que se toman. Hay una parte política y técnica que se juntan, por eso está involucrado el museo y la Comisión del Patrimonio. Nunca pondríamos en riesgo una obra por querer participar o darnos difusión", indica Aguerre, quien, en sus 18 años en el MNAV, nunca ha visto que una negativa de los conservadores sea desoída por las autoridades.
Los cuidados no se quedaron en el papel, sino que se tradujeron en cinco cajas de madera hechas a medida, cada una con su propio tesoro artístico a resguardar. Aunque tres de los Torres García que viajaron al MoMA retornarán con marcos nuevos, la premisa que señala Aguerre es que "la obra sale de una manera del país y, tal cual salió, tiene que volver".
Las grandes cajas azules en las que se trasladan las obras, también sujetas a estándares internacionales, deben contemplar todas las contingencias: vibraciones, desprendimientos, pérdidas de pigmento, tajos, golpes, puntazos. Así, el interior de cada baúl es una obra en sí misma, perfectamente calculada, con tornillos específicos, espuma semirígida, aislación, vacío y papel libre de ácido. "Incluso tiene la foto del cuadro que está adentro para que no lo tengan que abrir para saber cuál es", comenta Aguerre, tras otra extensa retahíla.
Los riesgos se reducen aún más con la presencia de una funcionaria especializada del Museo Torres García, que acompaña a las obras en su viaje, y evidencia la correcta apertura de las cajas y su desmonte, para luego ser relevada por un funcionario del MNAV que, al finalizar la exhibición, realizará todo el proceso en reversa.
"La persona viaja en el mismo avión que las cajas. Cuando se aterriza, baja primero a bodega y acompaña las cajas. No es un pasajero más. Además, se tiene que quedar en la Aduana el tiempo que sea necesario. A veces decimos que mandamos gente a Europa, a Estados Unidos, y la gente piensa: '¡Qué lindo!'. Pero no. Son viajes muy estresantes de dos o tres días en donde, con suerte, tenés una tarde para pasear, si todo salió bien", agrega el director del MNAV.
"Yo vuelvo a dormir tranquilo cuando las obras retornan definitivamente. Mientras tanto, sigo alerta", comenta, víctima de una inquietud que lo acompañará durante meses, recordándole una y otra vez los posibles peligros. Sin embargo, Aguerre sabe que debe superar esa ansiedad: "Para nosotros es prioridad exhibir la obra, no tenerla guardada. Si no, cumpliríamos uno de nuestros objetivos, pero no los otros. ¿Qué importa que tengas cuadros maravillosos si no los podés mostrar?".
"¡Desgraciado de mí y maldita la hora en que se me ocurrió venir aquí!". La reflexión de Joaquín Torres García sobre su experiencia de dos años en Nueva York es rotunda. Llegó en 1920 junto a su familia, sus pertenencias y una gran expectativa. El camino hacia la desilusión fue lento y doloroso.
Torres García se refería a Nueva York como su ciudad. En su fascinación, le escribió a su compatriota, el destacado pintor y dibujante Rafael Barradas que "hay que ir al Norte y no hacia el Sur". En ese entonces no sabía que, años después, determinaría al Sur como "su" Norte, en ese icónico mapa latinoamericanista que invierte las convenciones cartográficas.
"New York es mi ciudad, por esto, ahora, soy inmensamente rico – millones de imágenes soñadas y deseadas – millones de cosas que apetece la inteligencia. Mi ciudad – la ciudad más Ciudad", se alegró en un primer momento, según recoge el libro New York, impresiones de un artista. El pintor se mostraba maravillado por los colores, las formas y los movimientos que veía en Nueva York, los cuales plasmó en bosquejos, acuarelas y collages protagonizados por rascacielos, vehículos, escenas de la vida cotidiana y carteles publicitarios, varios de los cuales figuran en el volumen de Casa Editorial Hum, hoy agotado. Pero una vez asentado en Manhattan, el deslumbramiento con los rascacielos, el ritmo frenético de vida y las gráficas publicitarias, comenzaron a compartir espacio con la decepción por la mercantilización y estandarización que predominaban en la ciudad y la cultura estadounidense de los años 1920. A lo largo de los textos recopilados en el libro, se reiteran dos palabras constantemente: "business" y "standard". Todo, incluido el arte, era negocio y estaba estandarizado, una producción en masa destinada a ser una simple decoración.
Esa maquinaria artística fue experimentada en primera persona por el uruguayo, quien durante los años que permaneció en la ciudad trabajó como diseñador para empresas de juguetes, pintó telones para espectáculos de music hall y escribió textos publicitarios. Pero los jugueteros le pedían objetos menos artísticos que se pudieran producir en masa y los directores le exigían telones con más color para que llamaran más la atención. Torres García se dio cuenta de que no pertenecía a ese sistema, inserto en esa "civilización material".
"El artista", una especie de álter ego a quien le dirigió sus textos neoyorquinos, se vio "aplastado por la ciudad". Pero las dudas que Torres García experimentó en Manhattan le sirvieron para desarrollar sus posteriores convicciones.
La única ciudad que quebró a Torres García fue también fundamental para su arte. Sin su visita a la Gran Manzana, no habría desarrollado elementos clásicos de su estética constructivista, como el entramado de líneas horizontales y verticales, o la inclusión de texto sobre las imágenes.
La ciudad como hecho artístico pasó a ser uno de los ejes de su obra, algo que ya acarreaba desde sus últimos años de residencia en Barcelona y su pasaje por Bilbao. Si bien en esos lugares también dibujó y pintó edificios, puentes, vehículos y transeúntes, se apropió de Nueva York y sobre ella trabajó con particular énfasis.
"Olvide a Europa –nada de lo que allá hace vibrar a tantos espíritus puede servirle a usted. Usted va a hacer algo nuevo, porque está en New York", escribe Torres García. "Nadie ha visto la ciudad del color –la ciudad afiche– la ciudad de las mil formas insospechadas", agrega. Según el filósofo e historiador del arte Juan Fló, el uruguayo creía que en esa ciudad sería donde podría realizar la "verdadera pintura moderna". Y por eso, se da ánimo a sí mismo: "Piense que está solo, pero también que ha venido usted aquí a realizar algo casi sobrehumano".
Si bien el universalismo constructivo todavía estaba lejos de su creación, Torres García no llegó a Nueva York como un desconocido y se hizo un lugar entre el ambiente artístico de la ciudad más moderna de la época. A pesar de no poder vivir exclusivamente del arte, realizó exposiciones, vendió pinturas e interactuó con artistas de la talla de Joseph Stella, uno de los principales exponentes del movimiento futurista americano, y el dadaísta francés Marcel Duchamp.
Nueva York derrotó a Joaquín Torres García, porque allí se manejaba una concepción de arte diferente a la europea, más mercantil. Pero a la larga, la ciudad le dio elementos de inspiración que luego lo convirtieron en un referente de las vanguardias artísticas del siglo XX. Y ahora regresa, a través de sus pinturas, grabados, dibujos, juguetes y esculturas, a la ciudad que fue su ciudad, a la "ciudad afiche" que lo deslumbró, a la "ciudad de los negocios" que lo decepcionó. Nueva York recibe su obra y lo reconoce como uno de los maestros de la pintura moderna.
Para el curador de Arte Latinoamericano en el Departamento de Dibujos y Grabados del MoMa, Luis Pérez-Oramas, cualquier persona que se interese por el estudio de la modernidad en América se cruzará eventualmente con la figura de Joaquín Torres García. El escritor, poeta e historiador en arte nació en 1960 en Venezuela pero desde hace años reside en Nueva York, ciudad que lo ha nutrido profesionalmente. Fue su origen latino el que lo llevó a conocer al artista uruguayo. Pérez-Oramas describió a Venezuela como un país con una larga tradición coleccionista, tanto privada como pública, que hizo que creciera viendo obras de Torres García a lo largo de museos, galerías y colecciones locales.
Durante su trabajo en la colección de Patricia Phelps de Cisneros entre 1994 y 2003 le correspondió "la honrosa tarea de contribuir a ampliar el corpus torresgarciano", contó. Ahora Pérez-Oramas presentará su mayor trabajo a la fecha vinculado al artista uruguayo, cuando este 25 de octubre en el MoMa se inaugure la muestra Joaquín Torres García: The Arcadian Modern bajo su organización y la de Karen Grimson, asistente curatorial del museo.
Según indicó el curador venezolano en una entrevista con El Observador previo a la apertura de la muestra, siempre ha creído que Torres García encarna un modelo desde el cual se puede comprender el sentido del arte moderno en América Latina.
Refiere a la certeza por parte de Torres de que la temporalidad no es un asunto puramente lineal. "Que lo temporal no es más que símbolo", como él tituló una de sus obras tempranas. El tiempo es sedimento y, por lo tanto, se puede ser a la vez antiguo y moderno, prehistórico y posthistórico, arcádico y utópico. Torres García fue inexorablemente moderno y es ineludible en la historia de la Modernidad, pero nunca cesó de creer que toda obra de arte significativa lo es precisamente al estar atravesada por una regla anónima en la que yace la potencia expresiva desde siempre, desde una proto-temporalidad indefinible, que podemos llamar, a falta de mejor nombre, arcádica. Torres fue un Moderno en Arcadia, un Moderno en busca de Arcadia.
El hecho de que el museo hubiese coleccionado a Torres desde muy temprano en sus años fundacionales y que obras de Torres y de sus hijos Augusto y Horacio entrasen a formar parte de la colección desde 1942 indicaban la necesidad de ofrecer una perspectiva completa de su obra. El MoMA siguió coleccionando Torres García a lo largo de los años, pero nunca consagró una muestra a Torres. Nos parecía que era tiempo ya de hacerlo y que, además, era particularmente pertinente hacerlo hoy cuando el museo quiere señalar su voluntad de continuar ampliando y diversificando las narrativas de lo moderno a través de sus colecciones y exhibiciones. El MoMA está permanentemente reconstruyendo su idea de lo moderno y, en ese sentido, Torres García aporta una contribución fundamental.
Es particularmente difícil en el caso de Torres García por la amplitud cuantitativa de su producción y por la variedad de sus medios: pinturas, esculturas, dibujos, libros, objetos decorativos, monumentos, frescos, murales, etc. Pero quizás lo más desafiante consiste en "reducir" la obra a un solo argumento narrativo, cuando en verdad la obra posee varias narrativas posibles, especialmente en al caso de un artista como Torres que tuvo siempre el coraje experimental de cambiar de rumbo o de volver sobre sus mismos pasos en más de una ocasión. Pero como bien sabemos desde que los formalistas rusos lo enunciaron, el destinatario de un discurso forma parte de su autoría. Teníamos que pensar en el público de hoy, en los artistas de hoy, en los desafíos estéticos e históricos del presente para ir formateando nuestra retrospectiva de Torres. Este hombre que estuvo siempre en el corazón de lo moderno y que siempre lo enfrentó con reservas hacia el mesianismo olvidadizo de las vanguardias puede resultar particularmente oportuno hoy.
Esa es una imagen simplista e injusta con la inmensidad de la obra de Torres, con la enorme recepción crítica que su obra ha tenido desde los primeros años del siglo XX y con las iniciativas curatoriales y académicas que han precedido a esta muestra. La obra de Torres está presente en MoMA, como en muchos otros grandes museos norteamericanos, desde hace muchos años.
La radical individualidad de Torres y su exigencia intelectual hicieron siempre difícil clasificarlo. Como todo gran artista, Torres escapa a las prisiones clasificatorias y a los esquematismos estereotípicos.
El gran legado está en su obra, en la capacidad que tuvo para resistir los "cantos de sirenas" de cierta modernidad puramente progresista que se asentaba sobre el mito de estar clausurando la historia. Su legado y su importancia radican en su capacidad para inscribirse plenamente en su presente y, al mismo tiempo, para proyectar una sombra de densidad temporal sobre ese presente.
Yo no soy profesor de literatura ni teórico de las artes. De estas me interesa su dimensión encarnada, materializada, por eso soy curador: trabajo con la singularidad de los objetos e intento percibir lo que ellos dictan desde su dimensión de cosas con potencia de sentido. Pero Torres escribió y habló mucho, y cada vez que lo hizo pensaba en los desafíos que tenía que resolver como artista. Esos desafíos fueron enfrentados y resueltos en su obra plástica. Le pongo un ejemplo: no me interesa tanto lo que el arquitecto dice sobre el edificio que va a construir, me interesa el edificio construido. Ahora bien, en ningún momento pretendo afirmar que el corpus torresgarciano de escritos puede ser eludido si se quiere alcanzar la comprensión total de su personalidad artística. Al contrario.
Obviamente fue ambas cosas. Pero el pensamiento de Torres que a mí me interesa es aquel que está implícito en su obra plástica, la música callada de su obra.
Fue una experiencia importante para Torres, pero fue también una desilusión. Lo propio de la experiencia es descubrir el mundo como es y no como lo hemos imaginado, con lo cual hay siempre algo de des-ilusión. Torres se enfrentó, en Nueva York, con su primer monstruo moderno: la megalópolis. Después vendrían muchos otros enfrentamientos y de cada uno de ellos salió un artista más complejo, más capaz de vivir con sus contradicciones, y hacer de ello obra.
Con una representación muy escogida de la obra de un artista que vivió durante el último cuarto del siglo XIX, que fue contemporáneo de Toulouse-Lautrec, de Proust y Zola, de Nietzche y Bergson, y que también vivió intensamente la primera mitad del siglo XX, que fue contemporáneo de Einstein y de Wittgenstein, de Mondrian y Barnet Newman, y que luce hoy con una frescura que envidiarían muchos artistas contemporáneos.
Eso no sabría responderlo. No es la ambición de una muestra afectar el arte de una nación. Nuestra ambición es presentar la obra de Joaquín Torres García a un público que, por varias generaciones, no ha podido verla reunida en una muestra como esta.
En el dormitorio de Estrellita B. Brodsky no hay ni un cuadro. Y eso es extraño. Se trata de una de las coleccionistas, historiadoras y filántropas más exitosas en difundir el arte latinoamericano en Estados Unidos, con más de 500 obras de su propiedad. Pero en la habitación de su hogar en Manhattan ella prefiere la tranquilidad.
A Estrellita le basta con bajar las escaleras hacia su living para ver las paredes colmadas de cuadros de artistas modernos y contemporáneos procedentes mayoritariamente de América Latina. Hasta hace unos meses, tenía allí originales de Joaquín Torres García, que momentáneamente encontraron un nuevo hogar.
Pese a que Estrellita ha dedicado parte de su vida al estudio del arte, a Torres no lo conoció en los salones de la Universidad de Nueva York. En cambio, escuchó sobre él de una forma más simple: a través de su madre uruguaya.
Estrellita nació en Uruguay en 1952. Hija de madre montevideana y de padre europeo radicado en Venezuela, sus padres emigraron a Nueva York, donde criaron a Estrellita y sus tres hermanas entre viajes esporádicos a Montevideo y Caracas para visitar a sus familiares.
El apellido Brodsky lo tomó de su esposo, Daniel Brodsky, un importante agente inmobiliario de Nueva York y actual presidente del Museo de Arte Metropolitano de esa ciudad. La "B" de su nombre, en cambio, refiere a Borda, apellido que la vincula como descendiente de Juan Idiarte Borda, el único presidente uruguayo asesinado en la historia del país. Estrellita recuerda vívidamente visitar de pequeña la casa de su tío y ver dos elementos que se congelaron en su memoria: la banda presidencial y la máscara mortuoria –una réplica del rostro del fallecido– de su tatarabuelo. "Era aterrador. Realmente horripilante", recuerda en entrevista con El Observador.
Por estos días, Estrellita está viviendo en pleno Nueva York un nuevo recordatorio de su vínculo con el lejano Uruguay. Parte de la colección privada que ella y su esposo construyeron a lo largo de los años forma parte de la muestra Joaquín Torres García: The Arcadian Modern. La retrospectiva del MoMA fue confeccionada por el venezolano Luis Pérez-Oramas, el primer curador experto en arte latinoamericano en el célebre museo neoyorquino.
El puesto de Pérez-Oramas, el colombiano José Roca en el museo Tate Modern de Londres y el de la española Ilia Candela en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York fueron fundados gracias a las donaciones de Estrellita. Por algo llevan oficialmente su nombre y apellido como antetítulo. Los tres son "curadores Estrellita Brodsky" en sus respectivas instituciones.
Pero esa es solo una de las tareas en las que ella ha dedicado su dinero y conexiones para aumentar la popularidad del arte latinoamericano dentro de los museos y la academia estadounidense, así como en el mercado internacional de arte. En sus palabras, "se trata de una pasión", y asegura que se dedicaría a lo mismo aunque no tuviera los mismos fondos para hacerlo.
Si bien habla español con fluidez, prefiere su idioma natal para decir: "Hay personas que gastan más dinero que yo. Lo que me resulta excitante cuando te rodeas con un grupo que apoya al arte, es que hay un optimismo y una sensación de que al arte y la belleza tienen la habilidad de superar las barreras culturales. Te pueden sentar en una cena al lado de alguien que colecciona a constructivistas rusos y vas a encontrar un terreno y respeto en común".
Aunque las cenas o galas en museos con un ticket de US$ 1000 por cabeza se han convertido en sus planes típicos de la semana, Estrellita sigue sintiéndose alguien simple. En sus inicios en la curaduría independiente, trabajó en El Museo del Barrio en Nueva York, donde nació su corazón filantrópico. Allí armó una muestra sobre los taínos, habitantes precolombinos del Caribe, que la llevaron a viajar por Haití, República Dominicana, Puerto Rico y Cuba.
Actualmente trabaja en un proyecto nuevo en el barrio de Chelsea. Another Space es un programa establecido por la fundación que mantiene junto a su esposo para concientizar al público estadounidense sobre el arte latinoamericano. "El público estadounidense es muy conocedor del arte norteamericano, pero a veces necesita un poco de información no solo sobre el arte latinoamericano sino también europeo, más allá de los maestros modernos", sugiere Estrellita. Inicialmente, cuenta, Another Space estaba pensando como otro lugar para poner las obras que no le entraban en su casa. Pero eso le parecía egoísta, afirma. Así que decidió combinar ambos objetivos y exhibir su colección junto con los trabajos de jóvenes artistas incipientes.
Su verdadero afán por el coleccionismo empezó no con un artista latino, pero sí hispanoparlante: Pablo Picasso. Su primera "adquisición verdadera", a la que "realmente quiso", fue un pequeño boceto del español hecho en óleo con una mujer en forma mandolina, en un cuadro de 25 x 35 centímetros. Antes de eso había comprado paisajes, pero la aburrían muy rápido. "Nunca cambian", dice. Con la pintura abstracta, es siempre diferente, afirma.
Otros responsables de su afición fueron sus tres hijos, hoy adultos treintañeros, a quienes les regalaba obras como obsequios de Navidad. Estrellita se enorgullece de que hoy en día los museos les pidan esos regalos para utilizarlos en muestras y también aclara que no deja de remarcarles a sus herederos que jamás vendan sus obras, a las que también se refiere como "hijos". "Jamás venderías a un hijo", dice.
También afirma que parará de coleccionar cuando se convierta en una acumuladora, un síndrome común entre los coleccionistas de arte. Y sentencia: "Espero no parar nunca igual. El día que sienta que estoy acumulando, ahí estaré mal".
Durante los próximos meses, algunos de sus "hijos" estarán quedándose en el MoMa. Esto mantiene expectante a Estrellita, quien se considera una fanática de Torres García desde hace años. Además, hablar de Torres la lleva a Uruguay y hasta la hace extrañar a su familia y, sobre todo, a las meriendas en la casa de su abuela.
La muestra Joaquín Torres-García: The Arcadian Modern se llevará a cabo desde el domingo 25 de octubre hasta el 15 de febrero de 2016 en el sexto piso del prestigioso Museum of Modern Art (MoMA), un referente mundial del arte moderno ubicado en el corazón de Nueva York. Se trata de una retrospectiva comprensiva sobre Torres García, que abarca desde sus primeras obras en Barcelona a finales del siglo XIX hasta las últimas realizadas en Montevideo en 1949. En total incluye 190 pinturas, esculturas, frescos, dibujos y collages.
Ana Pais, Brunella Tedesco, Kristel Latecki, Nicolás Tabárez, Pablo Staricco
Mariana Castiñeiras
Adrián Sosa
MoMA, Museo Torres García, Museo Nacional de Artes Visuales